Los dos amantes esperaron en silencio. Para Ariadaa era
la prueba más dura, más Lorrorosa, porque había pasado en su
vida, porque súbitamente se abrieron los dos batientes de la
puerta y con pasos silenciosos y rápidos como los de un Lallarín
alguien se plantó en medio de la estancia.
Ariadna, desde su escondite, vió la colosal figura de un
hombre, una fiera que alimentaba en su corazón el odio. la
violencia, la venganza. De puntillas se dirigió hacia la puerta
de la terraza, para cerrarla y cortar toda comunicación con el
exterior, al mismo tiempo la retirada de su víctima. Al llegar
allí su enorme corpachón se destacó claramente sobre el gris
cuadrilátero.
— ¡Señora condesa!-—dijo, haciendo una bu:lona reveren-
cia hacia el rincón donde estaba Ariadna—. Dos caba!leros
evadidos de Cayena desean tener el honor de conocerla.
Un rojo fogonazo rasgó la oscuridad y una detonación que
resonó como un cañonazo, hicieron cerrar los ojos a la joven
por un momento, pero volvió a abrirlos para clavarlos en Clut-
ter. La bala no debía haber hecho blanco, pues el hombre t-
gre no se movió, seguía allí, impasible, de pis en el marco de la
puerta.
—¿Qué hará?—se preguntaba Ariadna a sí misma, !leván-
dose las manos al pecho presa de pánico, pero al mismo Clutter
le dió la contestación un instante después; sin lanzar un gemido,
se inclinó hacia adelante y cayó como un ¡eño, de bruces, hecho
una masa inerte.
Ariadna imitó a Strickland; no se movió al ver que él per:na-
necía inmóvil, erguido, tieso, apoyado a la pared, apuntando
al cuerpo de Clutter. La jungla enseña mucho, aquella quietud
del tigre podía ser un ardid, pero el hombre fiera no se movía.
En el silencio que siguió al estruendo del disparo, el :oronel
percibió el ruido producido por la respiración de un hombre
agitado y vió aparecer por ia doble puerta un pequeño individuo
que avanzaba mirando nervivsamente a su elredador. Al ver
a su amigo en el suelo, lanzó un ronco grito de asombro y de
pavor y echó a correr hacia la terraza.
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