La voz de Strickland resonó clara, autoritaria:
—¡Alto, Roussencq! ¡Arriba esas manos!
Hospel giró sobre sus talones, algo metálico brillaba en su
mano, que no llegó a levantar, pues la pistola del coronel fun=
cionó por segunda vez y Roussencq dejó caer al suelo e! arma,
lanzando un rugido de dolor. Se cogió la mano derecha con
lu izquierda y saltando por encima del cadáver de Clutter des-
apareció en la terraza.
—Ya lo cogeremos; ése ya poco daño podrá hacer en el
mundo—exclamó Strickland—. ¿En dónde está la llave de la
luz?
Corrió hacia el canapé. Allí estaba Ariadna, en el suelo.
—-¡ Alma mía! —gritó——. ¡Perdóname, querida; te he asus»
tado! —y cogiéndola en brazos la levantó para cuiocarla sobre
el diván. Respiró ya más tranquilo y en tono suave y cariñoso,
añadió:
—Ya no me separaré de ti; puedes estar tranquila.
Se agachó para recoger del suelo el revólver niquelado, que
Hospel había dejado caer y se lo guardó en el bolsillo; luego
quitó un amplio tapete que cubría una mesa y lo extendió so-
bre el cadáver del hombre tigre. Miró la hora. Era cerca de la
una.
Al parecer, Corina había perdido el último tren.