—Señorita—preguntó—. ¿Esta amiga de usted es Corma,
la bailarina?
——Sí.
-—Y según me ha dicho el señor coronel, el tal Clutter tema
ciertas quejas, cierta...
Ariadna se sonrojó súbitamente y protsstó para defender a
su amiga.
—Sí; pero no tenía fundamento alguno. . .
El juez la interrogó:
——Perdone usted, señorita, pero estos no son momentos de
entrar en esas declaraciones. Lo que yo quiero es establecer
hechos—añadió, acercándose a Ariadna, que se kabía sentado
en el alféizar de una ventana, dispuesta a defender a su amiga.
——-Clutter se imaginaba que Corina le había jugado una
mala partida...
—Perdone otra vez—dijo el solterón, interrumpiéndola de
nuevo —y permita que me siente aquí, a su lado—añadió, unien-
do la acción a la palabra, después de buscar un sitio desde
donde pudiese ver a plena luz la cara de la condesita—. Hay
una cosa, señorita, que me intriga —continuó—y desearía acla-
rarla con la ayuda de usted.
El instinto de Ariadna le hizo que se previniese contra aque-
lla genialidad del juez. Había o;do hablar de la costumbre de
estos señores, de aturdir y embrollar a les que interrogaban y
se puso en guardia.
—Estoy dispuesto a contestar a cuanto me pregunte—con-
testó.
—Muy bien. Se trata del telegrama del coronel, que lo tra-
jeron con las cartas, por la mañana, y que Dionisia Bochon
dejó en la mesa de la sala. ¿Esa mujer, distribuye ella misma
la correspondencia ?
—No—replicó Ariadna, que no comprendía a dónde iba
a parar con aquel interrogatorio—. Dionisia deja todas. las
cartas juntas en un montón.
— Justo: eso es lo que yo suponía; y la primera de ustedes
que baja coge las suyas, ¿no es así?
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