Guardó silencio, con la cabeza baja, y así anduvieron un
rato. Entonces llevó la conversación hacia el punto deseado.
-—Un dios griego estropeado—exclamó—. Poco más o me-
nos lo que usted ha dicho, mi coronel,
-—Está mejor dicho lo suyo, en menos palabras——observó
Strickland. :
—En efecto—replicó Thome—. Es evidente, pues, que us-
ted ha visto a ese hombre de que ha hablado. ¿Sabe usted que
me costaba trabajo creerle?
—No le costaba a usted trabajo; no me creía en absolu-
to——observó Strickland .
-—Tampoco cabe duda de que el desconocido se fué a la
aldea de la jungla en busca de Maung Fla.
Calló un momento y haciendo un brusco movimiento torció
por una senda entre las excavaciones.
—Esto no me gusta-—murmuró, y a continuación, en voz
alta, añadió—. Por aquí; este es nuestro camino, mi coronel
Strickland se colocó a su lado y durante algún tiempo ca-
minaron en silencio. De vez en cuando abría la boca para de-
cir algo, pero en el mismo momento se arrepentía y volvía a
encerrarse en el mutismo.
A Thorne, por su parte, le ocurría lo mismo. Sus responsa-
bilidades le abrumaban, transformándole en un pedante lleno
de formalidades y precauciones.
Ya estaban a mitad de camino de las minas y aún no habían
abordado el punto esencial y hasta este punto no era sino una
molestia para Strickland, teniendo en cuenta las reservas y se-
cretos que se había impuesto.
—Cuando Maung H'la era chico—dijo por fin el capitán—
estuvo empleado en estas minas para cerner mineral. Aprendió
algo el inglés, fué a Rangon y sirvió de intérprete a los turis-
tas. Allí estuvo varios años, hasta que una familia le tomó a
su servicio. Con ella viajó por varios países del mundo y por
fin fué a parar con sus amos a Inglaterra.
Al llegar a este punto Thorne se vió apurado para poder
continuar su narración desapasionadamente. Strickland, a su vez,
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