Strickland dirigió una vaga mirada al campo, olvidándose
del asunto que allí le había llevado, pues sus presentimientos
renacían en él al descubrir ese lazo que parecía unir a los tres
personajes que acababa de deslizar por su mente,
Una voz a su lado le sacó de un éxtasis. El servicial Dodge
había sacado un manojo de llaves y abierto una caja de cauda-
les, en el cuarto contiguo. Tenía en la mano un saquito de ter-
ciopelo negro.
ae —Mire usted, señor coronel: un rubí verdadero, sangre de
paloma y sin una mácula.
Dodge hizo retirar las otras piedras del mostrador, como los
antiguos sumilleres retiraban todas las copas cuando iban a es-
canciar un vino exquisito. Sacó la preciosa piedra envuelta en
un papel de seda, la desenvolvió y la colocó sobre el negro
terciopelo de la bolsita. Brillaba como si tuviese vida; parecía
que aquel rubí respiraba, palpitaba al emitir sus destellos. Des-
de donde quiera que se le mirase parecía que tenía fuego en su
interior.
Tenía el tamaño y la forma de una avellana y era de una
pureza como Strickland no había visto piedra alguna en su vida.
Dodge la contemplaba con cariño, con ternura de amante,
extasiado. Strickland ocultaba su entusiasmo para que el ven-
dedor no lo explotase más. Los demás empleados aguardaban
oirle prorrumpir en exclamaciones, pero el coronel se limitó a
| decir:
—Una cosa así es lo que yo quería— y colocándolo en la
palma de la mano lo examinó detenidamente.
| -——¿Cuánto vale?—preguntó al cabo de un rato.
Le dijeron el precio y reflexionó que había economizado
' bastante dinero en sus dos años de viajes solitarios.
-—Muy bien, me conviene. Ahora mismo le voy a extender
un cheque, señor Dodge. >
Pasaron al escritorio y en él, Strickland firmó un cheque
por cuatro mil libras esterlinas, que entregó al gordinflón em-
pleado. El rubí pasó a poder del coronel Juan Strickland.
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