en “Hamlet”, sin ungir, sin rogar, sm perdón. Allí todos, menos
Ransome, estaban asustados. El dueño de la casa quería que
un “taxi” me llevase a la mía, que me sacaran de allí, para
no verme morir y verse metido en jaleos. La muchacha que me
dió los sellos cayó al suelo con un ataque de histerismo, las mu-
jeres gritaban como locas, los demás hacían como que busca-
ban remedios que no existian.
Solamente Julián conservaba su sangre fría. ¡Qué hombre tan
maravilloso!
—-¿Qué es lo que hizo?—preguntó Strickland sin poder di-
simular el pinchazo de los celos que había sentido en lo más
profundo de su sér; pero Ariadna estaba tan embebida en los
recuerdos de su desgraciada aventura que no lo notó.
—Pues verás: se sentó a mi lado en el sofá, sin que se le
despeinase un cabello, sin que se le torciese su corbata blanca,
como si nada importante ocurriera. Cuando me quejaba, me
acariciaba las manos y cuando yo decía: ¡Me muero, me muero!,
me consolaba diciendo: ¡No es nada, Ariadna; no es nada!
como si me contestase a una excusa por haberle dado un pisotón,
y cuando creí que había llegado el último momento de mi
vida y me despedía de él, replicó: “No tenga usted cuidado;
descuide usted”, como dicen los dependientes de los comercios
cuando se les recomienda que no dejen de enviarle a una a su
casa el paquete de chismes que ha comprado en la tienda. Una
alma admirable, nada de ansiedad, nada de empalagosos mi-
mos. ¡Qué hombre más útil en aquellos momentos en que todos
los demás no pensaban sino en llamar un médico y avisar a la
funeraria!
-—Al cabo de una hora, o cosa así, empecé a sentirme me-
jor; llegó un “taxi” y Ransome me llevó a casa. Sólo entonces,
cuando vió que ya estaba fuera de peligro, demostró que había
tenido miedo. ¡Qué temple de hombre; Ya en el coche, camino
de casa, me iba diciendo el corazón: ¡Ese es tu hombre!
Hizo punto final. Una ráfaga de viento sacudió las hojas de
las ventanas y avivó el fuego de la chimenea. Strickland nada
dijo, no hizo ninguna observación, ni la volvió a interrumpir.
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