¡ -—4Mi querido Juanito: eso hubiera chocado en la época de
Disraeli, pero el pleno siglo XX...
Se levantó, cogió al coronel por el brazo y se sentó junto a él,
Ñ en el diván. El azul de sus ojos se suavizó y fijando en él su
! mirada empezó a decir:
— ¡Escúchame! Todo ello obedece a un plan. Entre mu
prometido y yo no reunimos una peseta de renta. Una mujer
como yo puede hacer dinero rápidamente, un hombre como él
necesita de años para encumbrarse. Eso está claro. Yo reuno
las condiciones para hacer en poco tiempo una fortuna, él tie-
ne que ir más despacio. Cuando yo termine mi gestión él empe-
zará la suya. Mientras tanto, yo tendré dinero para atender a
todo y cuando tenga treinta o treinta y un años, él habrá llega-
do a la cúspide de su carrera y todo se arregla: así lo espero.
Las últimas palabras las dijo sin fiereza, sin convicción, inde-
cisa, temblorosa.
38% —¿No tienes confianza?
e? —¡Ah, sí, sí! —replicó Ariadna con rapidez—-. No tengo
3 la menor duda. Lo que yo temo, lo que temen todas las muje-
z z res enamoradas, es que cuando yo deje la escena, un poco
cansada, quizá sin la gloria y esplendor del principio, se can-
se de mí y no me haga caso.
Permaneció inmóvil mirando al espacio vagamente, luego de
un salto se puso de pie y se acercó a la ventana, dándole la
espalda, pensando en los muchos matrimonios que habían resul-
Pe tado una «catástrofe y los que aún eran felices. De estos había
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Si muy pocos. Claro que la pasión y el entusiasmo desaparecían,
E pero quedaba la levadaura para sotener la paz y la atracción su-
ficientes para mantener dos corazones unidos.
Ariadna volvió a encararse con él.
—-Ahí tienes—exclamó—.La vida y las aventuras de Ariad-
na Ferne. Ahora cuéntame las de su amigo Juanito Strickland.
e —-Pues verás—contestó éste metiéndose la mano en el bolsj-
$ llo—. Tu amigo Juan Strickland ha ido a Birmania para com-
prar en sus minas este rubí.
£] -—¿Para mí?-—gritó la muchacha batiendo palmas.