—Para ti-—dijo y colocó en sus manos una bolsita de ter-
ciopelo negro, que ella abrió con marcada nerviosidad. Con la
preciosa gema en su linda y aristocrática mano, aquella piedra
que parecía de fuego, le hizo lanzar un grito de alegría y de
asombro; pero en el mismo instante se puso seria y una nube
empañó sus ojos.
——¡Juanito, por Dios!-—fué todo lo que la emoción le per-
mitió decir.
El tamaño, la pureza, la belleza de aquella gema la habían
impresionado intensamente. Le había llamado la atención las re-
servas, el silencio, las contestaciones del coronel y ahora sentía
hacia él una ternura que la emocionaba.
— ¡Juanito! —volvió a exclamar—. Mírame a la cara—y
le cogió por ambos brazos obligándole a ponerse frente a ella.
— ¡Querido Juanito! —murmuró como si hablase con ella
misma.
El secreto de Strickland ya no era sólo suyo. Ella lo había
descubierto, sin que él pronunciase una palabra aclaratoria; no
era sólo un rubí lo que él había llevado a su casa, sino su de-
claración de amor.
-—¡Qué pena! ¡Cuánto lo siento! —balbuceó en voz muy
queda, impregnada de consternación, recordando las palabras
que había pronunciado aquella mañana.
Pensó en devolverle el rubí que él le había regalado, sin
duda como presente de novio, pero su bondad de corazón se
interpuso. Si no aceptaba aquella piedra estaba segura de que
le causaría una pena muchísimo mayor de la que ya le había
causado. Al desamor uniría el desprecio. Sin afectación, sin el
menor asomo de coquetería, en un impulso de arrepentimiento,
oprimió el rubí contra su corazón y casi con voz acongojada,
bisbiseó :
—¡Gracias, muchas gracias; toda mi vida lo consideraré
como la cosa más querida, más preciada del mundo!
Cuando guardó la piedra en la bolsita con sus lindos dedos
temblorosos, le pareció a Strickland que era su corazón lo que
enterraba en una negra tumba de terciopelo. Para disimular la
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