—Todo: la casita de Londres; la quinta de la isla de Wight;
las acciones del Banco, el metálico, todo absolutamente todo.
—Me lo figuraba— indicó el coronel, pero quedó pensativo.
Había algo que no se explicaba.
Permaneció largo rato mirando a la calle por la ventana; mi-
raba, pero no veía, no se daba cuenta de lo que en la vía pú-
blic ocurría. Al cabo de un buen rato de silencio dijo a su
compañero:
—Ya ves: lo que no me explico es que habiendo heredado
todo eso... No; no me lo explico.
—¿El qué no te explicas?—le preguntó Murchison.
-El que Corina siga bailando.
El director de La Llama lanzó una risotada y gritó:
—¡Dios te conserve la inocencia! Brindo por ella—añadió,
atizándose un trago—. Si Corina sigue danzando es porque el
arte la esclaviza. Eso es lo que ella dice a todas horas y quizá
sea verdad, pero... Corina tiene un amante.
—Sí, ya lo sé: Bachilena.
—Eso es; Bachilena. Pues entre Corina y Bachilena se co-
men una fortuna mucho antes que tú devoras un pequeño al-
muerzo. Corina es como este jarro—dijo, contemplando con
lástima el fondo del recipiente—. Por fuera nada más serio;
parece que no tiene o tenía dentro más que un litro de cerveza y
por dentro es el vicio mismo, porque lo que contenía era un
litro de champán y no hay vicio mayor que beber champán al
mediodía.
Dejó la vacía vasija a un lado y añadió:
— Ahora desearía saber por qué te interesas tanto en ese
pequeño lío de Corina y la señora Clutter.
La contestación de Strickland no se hizo aguardar.
-Tengo dos amigos, a los que muy de veras aprecio, y sl
este asunto se torciera me temo que las fortunas de estos dos
amigos sufrirían grandemente a causa del escándalo que se pro-
duciría,
Por el momento no preveía peligro mayor, pero éste lo veía
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