claramente. A juzgar por lo que del proceso había dicho Mur-
chison, no había motivo plausible para que Ariadna, por es-
crupulosa que fuese, terminase con la amistad de Corina. 51
alguien quisiera convencerle de lo contrario el resultado sería
contraproducente. Allí estaba precisamente el peligro, por eso
Strickland habló con tan simple sinceridad, que despertó en su
compañero una intensa simpatía.
-—Creo, amigo Juan, que si me pongo a pensarlo un poco
detenidamente, no me costaría adivinar quiénes son esos dos
amigos tuyos. Estoy de acuerdo contigo. Un escándalo en el
que Corina se viese tan gravemente complicada, arrastraría a
él al pequeño círculo de íntimos en el que la bailarina se agita
y acarrearía un verdadero perjuicio a tus dos amigos, en par-
ticular. Hay muchas sendas que van a parar a la carretera. Un
mal paso, una revuelta, una senda equivocadamente, podría me-
terles en un laberinto del que no pudiesen salir en toda su vida.
Pero yo creo que todo pasó ya; ya ves, hace año y medio. No;
eso se acabó.
Strickland, sin embargo, no estaba convencido. Se encogió de
hombros y exclamó gravemente:
—¡Ojalá pudiera estar tan seguro como tú! Pero escucha.
Después del proceso hicieron que Maung Fla regresara a Bir-
mania. No que fuese deportado, no; pero las autoridades le
echaron de aquí. Se empleó como jardinero en las minas de ru-
bíes. Un día vió a un hombre; a un blanco que se acercaba a
él y atemorizado se escondió. El hombre blanco, persona des-
conocida en la región, preguntó por él. Maung Hla, lleno de
pánico, huyó a su aldea natal, oculta en medio de la selva. El
hombre blanco: le persiguió y tres días después encontraron en la
jungla el cadáver de Maung H'la. Una persona muy discreta
me escribió, y de una manera muy cauta y rebozada, me daba
a entender que el ex jardinero había sido asesinado.
—Pero no lo probaba.
—No; no lo probaba.
—¿ Y qué fué del desconocido?