que de un tirón rasgaba los ya desmenuzados papelitos. Stri- 
ckland le contemplaba sin mover un solo músculo de la cara. 
Nunca hubiera visto un espectáculo tan triste como el de aquel 
hombre, presa del pánico. Aquello le hacía daño. Era uno da- 
mostración de terror, muy humana, pero que envilecía. Cuando 
la tarjeta hecha disminutos añicos desapareció debajo de la mesa, 
Strickland le dijo: 
.—Todo eso es inútil, señor Bachilena. 
-—¿Por qué? 
Strickland se sintió cruel. Estaba dando golpes de clava so- 
hre un hombre indefenso, como el hombre tigre en la jungla en 
la memorable noche de luna. Atacaba con saña, sin dejarle 
respiro. 
—Porque el camarero ha leído ya su nombre. Ha perma- 
necido detrás de usted con la caja de cigarros varios minutos, 
sin que usted lo notara. Estaba usted tan entretenido con su 
conversación. 
El coronel en aquel momento no se sentía generoso. 
— Tuvo tiempo de sobra para leer mil veces su nombre y 
«aprendérselo de memoria—añadió cruelmente. 
Bachilena se dobló sobre la mesa y se cogió la cabeza entre 
ambas manos. Ransome llenó su vaso de agua para ofrecérselo, 
—Se va a poner malo-—exclamó la cantante checoeslovaca, 
Bachilena sacudió la cabeza negativamente. 
-—¡No, no! ¡Un ligero mareo. .., el calor!- dijo y furti- 
vamente miró hacia atrás. Cerca del rincón había una puerta; 
dirigió sus ojos hacia el misterioso camarero apoyado en la pa- 
red, que conservaba su inmovilidad de estatua y repitió: 
—Es el calor; voy a tomar el aire— y así diciendo se le= 
vantó tambaleando como un beodo y salió del salón de ban- 
quetes. 
La actitud de Bachilena mientras nervioso rasgaba la cartu- 
lina, su agitación, no habían despertado especial interés en el 
Grosvenor y entonces, si no vemos ninguna persona sospechosa, 
les llamó la atención, observando: 
—Sí, indudablemente es el calor el que le ha puesto malo; 
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