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En el centro de la derecha de la sala, ocu-
paba un lugar preferente el arzobispo.
Frente a él y en el ala izquierda, ocupan-
do asimismo un lugar distinguido, hallába-
se sentado un caballero que representaba te-
her a lo más cuarenta y cinco años.
Llamábase don Alvaro de Arregas, y era
Gran Maestre de las órdenes de caballería
establecidas en el reino.
Apenas abierta la sesión, levantóse don
Pedro, y habló a los consejeros en estos
términos:
—Desde que el ilustre y valeroso infante
don Enrique inició la no interrumpida serie
de viajes de nuestros compatriotas al Africa
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en busca de nuevas tierras que agre;
gar a
las descubiertas por sus predecesores, este
afán de descubrir y de conquistar se ha ¡apo-
derado de los ánimos de muchos que tal vez
hubieran servido mejor a la patria prestán-
dola aquí mismo el apoyo de su saber o de
su brazo. Uno de éstos fué, como ya sabéis
todos, el marino Bartolomé Díaz. Después