Todos le saludaban.
—| Buenas tardes, doctor Santos!
—¡Buenas tardes, amigo mío!—respondía el
joven con una sonrisa benévola y un poco triste,
—¡Va a diluviar, señor doctor! Venid a refu-
giaros en mi casa, mesire.
—No, voy más lejos. Me espera un enfermo.
El doctor Santos continuaba su camino. Acababa
de pasar junto a los altos muros de la abadía de
Divielle, opulenta abadía construida como una
fortaleza, y cuyos monjes, numerosos, dominaban
la comarca cual poderosos señores. Ya había de:
jado atrás el edificio cuando se levantó un viento
que hacía gemir y restallar las ramas de los ár-
boles, arrancándoles las hojas como a puñados.
Las golondrinas, enloquecidas, volaban a ras del
suelo. Comenzaron a caer grandes goterones, cla-
vándose en el polvo.
De improviso, al llegar a una meseta, vióse
sorprendido el viajero por un repentino aguacero,
torrencial, cegador. Corrió en seguida hacia una
pobre choza que mostraba humildemente su mi-
seria a la vera del camino.
Un pequeño cobertizo cobijaba el horno, y arri.
mados a la choza veíanse algunos sacos de yeso.
El doctor Santos se guareció allí, huyendo de
la tormenta desencadenada.
El viento y la lluvia le persiguieron hasta su
refugio, y se hubiera puesto infaliblemente como
una sopa si no se abre una puerta, si no dice
una voz:
—¡Por aquí, señor médico! Entrad... ¡Un
cristiano no puede permanecer afuera con seme-
jante tiempo!
El médico penetró en la choza.
Compontíase ésta de una sola habitación, sin
ninguna ventana; dicha habitación recibía la luz
por la puerta, cuando ésta estaba abierta, pero
quedaba sumida en la oscuridad si se cerraba,
Esto era lo que ocurría en aquel momento.
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