—¡Sois vos!... ¡Vos!l—dijo la marquesa.—¿ Sois
vos, Santos?... ¡Dios ha permitido que os vuelva
a verl ¡No seré abandonada por completo!...
—Me envió para salvaros, alma mía, para sa-
caros de vuestro sepulcro de piedra..
a sí, me acuerdo...—articuló, nuevamente
aterrada.—El subterráneo... la cripta... la muerte
que se ac ercaba:..
—No penséis en esas horas horribles, Jacoba...
Pero el marqués...
Dios os ha sustraído al odio de ese hombre...
Sí, —continuó la marquesa en voz baja y tró.
mula,-—me odia porque no he podido amarle.
¡Yo tenía el corazón ocupado por vuestra image n,
Santos!... y sus celos me han acusado de haber
faltado a mis deberes de esposa. ¡Pero, soy ino»
cente, lo juro ante Dios, amigo mío! Nunca he
amado a nadie más que a vos, y he sido para cl
marqués una esposa intac hable.
Os creo, Jacoba.
Con frases entrecortadas, la joven habló al ca-
ballero de lo que sufriera en Sablonceause al no
recibir ninguna noticia de él, no obstante sus
promesas... de su desesperación al verse abando-
hada...
¿Y mis cartas... mis mensajes?... ¿no reci.
bisteis nada?
—Nada, Santos... ¡Y yo iba a ser madre!
—¿Madre?... ¡Ah! Jacoba, ¿qué decís?
—Digo que tenemos un hijo, Santos, un hijo
que es carne de nuestra carne, sangre de nuestra
sangre... un hijo al que no tengo derecho a amar,
a abrazar... ¡un hijo que no conoce a su madre...
que no sabe quién es su padre!...
¡Un hijo! ¡un hijol—exclamó Santos trastor-
nado, loco.—|Y yo no he sabido nadal... ¡Y os
he acusado de ingratitud y de olvido! ¡ Pobre, pobre
Jacobal
El joven sollozaba, cubriendo de besos insen-
satos las manos de la marquesa, profundamente
104