conmovido al pensar en el doloroso calvario que
su amor la había hecho recorrer.
Santos no se explicaba por qué sus cartas no
habían llegado a las manos de Jacoba. Ésta no
pensaba en acusar a la infiel sirvienta... Pero am-
bos comprendían que una fatalidad misteriosa e
ineluctable había pesado sobre ellos para atribular-
los y perderlos.
— ¿Comprendéis cómo, enloquecida, desesperada,
no pudiendo oponerme a la voluntad de mi padre,
a quien mi deshonra mataba, tuve que consentir
en convertirme en la esposa del marqués de
Puyanne ?
—|¡ Comprendo lo que debisteis sufrir, adorada
mía!... ¡Oh! ¿por qué nos separó ese fatal error?
—Dios lo quiso, amigo mío. Yo me resigné...
pero no os olvidé... En mi castillo de Puyanne
viví sólo entre vuestro recuerdo y la imagen de
mi hijo Felipe...
¡ Felipe!...—pronunció Santos con fervor.—Le
veremos, Jacoba; ¡yo sabré recobrar a mi hijo,
como te recobraré a tí, mi vida, mi luz!...
—|Ay! ¡soy la marquesa de Puyanne! Los lazos
que me unen al marqués son indisolubles...
—El marqués ha querido mataros... Ya no podéis
pertenecer a ese hombre. ¡Venid! Lo que ahora
importa es poneros fuera de su alcance...
La joven se extremeció, pensando que podía ser
encerrada de nuevo en el sepulcro de granito... y
empezó a temblar...
—|Si viniese!... ¡Si nos descubriera!... ¡Dios
mío! ¡Dios mío!...
Se levantó enloquecida, tratando de huir.
—No temáis nada,—le dijo dulcemente el mé-
dico.—¡Ahora estáis conmigo!... Yo os protegeré,
Jacoba... ¡Me matará antes de tocar a uno solo de
vuestros cabellos!
La joven le miró, se calmó, tranquilizada por
tanta energía, por aquel amor tan ardiente.
"Gracias, . Santos... Confío en vos... Pero,
¿adónde ir? Yo no quiero volver al castillo... No
105