puedo... Soy más pobre que los animales de este
bosque; ellos siquiera tienen sus nidos o sus madri-
gueras... y yo sólo veo ante mí la muerte... o la
horrible prisión... ¡Ah! huid, Santos, no os expon:
gáis a la cólera de mi esposo... Idos, olvidad a la
desventurada marquesa de Puyanne... a la mar-
quesa dolorosa... ¡madre de los dolores!...
El joven no contestó nada a estas palabras, pero
le cogió las manos, la atrajo hacia sí, y, haciendo
más estrecho su abrazo tutelar, dijo:
No tengáis miedo, amiga mía... Puedo pro-
curaros un refugio seguro en el que nadie os
descubrirá. Venid, seguidme.
La joven se sentía más fuerte, a la sazón.
Apoyada en el brazo de Santos, caminó con él
bajo las verdes copas de los árboles. Llegaron
al fin al lindero del bosque, en donde un rom-
pimiento maravilloso les mostró toda la llanura
de la Chálosse.
—Estamos en las tierras del monasterio de Di-
vielle,—anunció Lusignan,—es decir, fuera de la
jurisdicción del marqués de Puyanne, y en un
sitio al que no alcanza su poder.
Veíanse, en efecto, los torreones, los campa-
narios y las cruces de la abadía, que se erguía,
como una fortaleza, dominando la comarca.
Los edificios y las torres ocupaban un espacio
considerable, y los campos, cubiertos de verdor,
que cultivaban los monjes, se dilataban hasta per-
derse de vista,
A Oriente, espejeaban las claras aguas de una
serie de estanques con las márgenes sembradas
de cañas, juncos y lirios, y sombreados por las
trémulas hojas de los álamos.
Ya por las flores que las rodeaban, ya por su
limpidez, llamaban a estas aguas las aguas bellas...
Santos de Lusignan y la marquesa bordearon
las tapias del monasterio, evitando ser vistos,
Luego, a la orilla de un lago que aislaba por un
lado la fortaleza, tuvieron que pasar una especie
de vado,
106
A A,
pidió Zi
RAZA