—¡Los
pados!
Sí,—dijo Santos, —queríamos detener a los
correos que el cardenal Ximénez, presidente del
Consejo de Castilla, enviaba a los Países Bajos
a Carlos de Austria, futuro rey de España. El
rey de Francia tenía gran interés en retrasar
su salida para España.
dos caballeros parecían muy preocu-
—¡ ¿Por qué?—preguntó candorosamente el al-
bañil.
Cosas de la política, amigo mío. Los prín-
cipes tienen designios secretos que nosotros no
debemos tratar de conocer. El caso es que nos-
Otros cumplimos nuestra misión a satisfacción de
Su Majestad. Vaudrey y Mérovic se volvieron a la
corte del rey de Francia. Yo me establecí en
este país...
—En el que todo el mundo os quieré, señor
doctor,—afirmó Mariana con una especie de de-
voción.
—Cuido y socorro a los pobres... También esto
es una misión...
Hubo una pausa.
Y, casi en seguida, se oyó afuera, entre los
rumores de la tempestad, el galope de un caballo
martilleando el suelo.
liste galope cesó delante de la choza,
Guillermo y Mariana se miraron con sorpresa,
casi con miedo, al oir un golpe formidable dado
en la puerta de la casita.
—| Holal—gritó al mismo tiempo una voz ruda
y autoritaria.—¿ Estáis ahí, Guillermo Pesquidouse ?
Sí, —respondíió el albañil, que se levantó tem-
blando.
—¿Estáis solo?—preguntó de nuevo la voz,
—Sí, con mi mujer y...
—Abrid, entonces...—dijeron imperiosamente,
—Pero...
—¡Abrid!
A