—¿Por qué no habéis dicho que estaba yo aquí?
—murmuró el joven médico, tan sereno como,
aturdidos sus huéspedes.
—No me ha dado tiempo.
—Ocultaos, señor,—añadió la mujer de Gui-
llermo.—Será lo mismo que si no estuvierais...
Y tendré menos miedo.
Al decir estas palabras, Mariana le obligó a es-
conderse detrás de las cortinas del lecho, que,
cayendo alrededor del joven, le ocultaron por
completo.
—¡Por los cuernos del diablo! ¿abriréis?—
aulló la voz detrás de la puerta, sacudida por
nuevos golpes.
Guillermo corrió a abrir: pero, a fuer de aldea-
no astuto, descorrió el cerrojo muy despacio para
que las cortinas tuvieran tiempo de aquietarse.
Entró un hombre enmascarado.
Mariana, a quien se le doblaban las piernas,
se dejó caer en un escabel. Guillermo no pes-
tañeó, pero sintió que la sangre se le helaba en las
venas.
El hombre enmascarado era alto y ancho de
hombros. Su capa gris aparecía levantada por
la punta de su espada; una gorra de fieltro caía
sobre su frente, y alrededor de su antifaz de
terciopelo brillaba su barba cerrada, de un negro
de azabache. Por los agujeros del antifaz se
veían dos ojos fulgurantes.
—¿Sois, efectivamente, Guillermo Pesquidouse,
el albañil ?—preguntó con acento breve.
—SÍ, monseñor, para serviros,—balbuceó el
otro,
—Vais a seguirme.
—¿En seguida?
«—Sí. Coged vuestras herramientas.
—¿ Todas mis herramientas ?... Pero...
—Un cuezo, una paleta, un saco de yeso...
1Vamos, pronto!
El albañil obedeció, subyugado por aquella voz
altanera, imperiosa, terrible...
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