Pesquidouse trató de recobrar su presencia de
ánimo y de orientarse. Pero, cegado por el
pañuelo, no se daba cuenta de nada. Observó, sin
embargo, que tras de haber dado unos pasos sobre
un 10d eqeumueo “ezrpepeqsor Á *poumny to *]
terreno pedregoso, lleno de malezas, cuyos pinchos
se le clavaban en las .piernas. Después sus pies
tropezaron con grandes pedruscos, con montones
de cascote, y por último hicieron resonar unas
losas.
-¡ Atención! —dijo el enmascarado.—Ahora va-
mos a trabajar.
El albañil sintió bajo sus plantas una escalera.
Una escalera de caracol y muy angosta, de esca-
lones desgastados y desiguales, en la que a cada
instante tropezaba con las paredes.
Luego volvió a encontrarse en un lugar llano.
Las paredes se alejaron. El enmascarado se de-
tuvo, y golpeó su eslabón. Encendió un farolillo,
y quitó la venda a Guillermo Pesquidouse.
Éste miró en torno suyo con estupor.
Hallábase en una reducida estancia, de bóveda
de piedra rebajada: una verdadera cripta goteante
de humedad. En el centro, un enorme - pilar
sustentaba la bóveda. En el fondo había una
puertecilla hundida en el espesor del muro.
El albañil dejó sus herramientas a su lado, y,
miraba, caídos los brazos, sin voluntad.
El enmascarado le dijo:
—Vais a tapar el hueco de esa puerta.
—¿A tapar esa puerta?...—balbuceó el marido
de Mariana.
—SÍ.
*» —¿Cómo? No tengo piedras, no tengo agua
para amasar el yeso.
“Yo voy a buscar las dos cosas.
—¿Vos mismo, monseñor ?—preguntó el alba-
ñil, acostumbrado a la servidumbre y maravillado
de que un noble hiciera el trabajo de un obrero,
—Yo mismo... ¡Vos no os mováis de aquí, por
vuestra vida!
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