de fatiga, y parecían pedir que los pusieran al
paso.
De repente, tras de los fugitivos, sonó lúgubre-
mente, en las tinieblas, el toque de a rebato...
—|La campana del castillo de Puyanne!l—ex-
clamó Jacoba, helada de espanto.
—¡Démonos prisa, señora, han debido descubrir
vuestra evasión!
Pusieron sus monturas al galope. Corrían a
rienda suelta; pero el tañido siniestro seguía
brando, parecía perseguirlos, señalarlos a la vin-
dicta pública, como apestados o leprosos.
Los caballos galoparon largo rato. La abadía
de Divielle estaba lejos, y el castillo de Puyanne
ya no se veía... Pero el repique se oía aún, debili-
tado por la distancia.
Luego dejó de percibirse... Las difíciles subidas,
las rápidas bajadas, los bosques, los despejados
valles, los ríos serenos o tumultuosos, iban que:
dando atrás, con la rapidez con que quedan cuando
se corre en sueños.
El sol salió, brilló en su apogeo del mediodía,
y se ocultó al atardecer entre las sombras del
crepúsculo... ¡Y continuaban caminando! Cortas
paradas en las posadas del camino permitieron
apenas a los viajeros y a las monturas reparar
las fuerzas. Hubiérase dicho que el deseo de
huir les daba alas, les impedía al mismo tiempo
sentir cansancio ni otra necesidad que ésta: huir,
alejarse más, más aún, cada vez más, ¡huir!
¡huir!... ¡alejarse más, más aún, cada vez más!..,
IX
EL DESCUBRIMIENTO
La víspera, Gaucher de Puyanne se había diri-
gido, como todos los días, a la capilla en donde
creía enterrada a su mujer,
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