También le hizo fregar las losas para que desapare-
ciese toda señal del yeso que, por su blancura,
podía revelar un trabajo reciente.
Tomadas estas precauciones, volvió a vendar los
ojos a Pesquidouse, le cogió del brazo y le obligó
a echar a andar...
Un grito más penetrante, más desgarrador, más
terrible que los demás, estremeció la bóveda.
Luego siguió a este grito un jadeo... un jadeo
espantoso... un jadeo que parecía el estertor de
la agonía...
Los dos hombres salieron del sótano; Guillermo
Pesquidouse, con la frente cubierta de sudor, las
piernas temblonas, era empujado, como una masa
inerte, por el desconocido.
Montaron nuevamente a caballo... Se alejaron...
El subterráneo volvió a quedar sumido en las
tinieblas.
El estertor se iba debilitando...
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SOBRE LA PISTA
guiente por la mañana, muy temprano,
el doctor Santos llegaba a la casita de Guillermo
Pesquidouse.
La primera persona a quien vió fué al propio
albañil, pálido, abatido, sentado junto al hogar.
—¡Ah!l ¡amigo mío, ya estáis aquí sano y salvo!
——exclamó, libre el corazón de un peso enorme,
porque, a pesar de todo lo que había dicho para
tranquilizar a Mariana, experimentaba viva in-
quietud por Pesquidouse.
-—Yo mismo me asombro de verme aquí, —dijo
el albañil con expresión sombría.
—Qué ha sucedido?
Guillermo se pasó la mano por la frente, como
para ahuyentar uva horrible visión; luego, con
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