los ojos muy abiertos, los codos en las rodillas
y la barbilla apoyada en las manos, volvió a
caer en su mudo ensimismamiento.
¡Así está desde que ha vuelto!—suspiró su
mujer.—No puedo sacarle palabra.
Y se echó a llorar.
—Veamos,—dijo Santos, —¿qué quería de vos
el terrible enmascarado, querido Guillermo? Res-
pondednos.
—|Oh!—exclamó Mariana,—no hablará... No he
podido conseguir que me diga ni una palabra
respecto a eso... Permanece ahí, como atontado,
No ha querido comer ni beber desde el alba...
¿Qué habrá ocurrido, Jesús mío?
—| Calla, mujer!l—respondió al fin Guillermo
Pesquidouse.—S1 me quieres, si estimas en algo
mi vida, no me interrogues...
Ahí tenéis, señor, todo lo que puedo sacar
de él: .«Si estimas en algo mi vida»... Pero precisa-
mente porque la estimo es por lo que quiero
saber...
Guillermo suspiró tristemente.
—Escuchadme, amigo mío,—terció el médico,
con aquella voz dulce y firme que le daba tanta
autoridad.—Presiento alguna cosa grave en los
sucesos de esta noche... El caballero enmasca-
rado que vino a buscaros tramaba un “Crimen...
Contra vos no era, luego ha( sido contra otra
persona. ¡Debéis hablar!
—He jurado callar...—respondió Pesquidouse,
obstinado.
—Juramento que os arrancó el miedo o la
amenaza. Juramento nulo...
Guillermo se estremeció, vencido por este argu-
mento, por esta fuerza de persuasión...
—¿No habéis reflexionado que obedeciendo a
ese hombre os convertís en cierto modo en su cóm:
plice? Si ha querido llevar a cabo una venganza
O cometer un crimen, hay una víctima; ¿y no sois
vos también el verdugo de esa víctima ?
IO