Francisco tuvo el valor de sonreir,
—¡Estáis loco, marqués de Puyanne!—dijo.
—No sé de qué acción habláis... En cuanto a
vuestra espada, dejadla tranquila en su vaina,
y no la desenvainéis sino para servir a la cristian-
dad y a Francia.
El marqués insistió :
—¿Luego no es verdad, señor, que estuvieseis
ayer en el cuarto de la marquesa de Puyanne?
El rey clavó en el vientre de su caballo sus
espuelas de plata.
El animal se levantó de manos. Francisco le
contuvo, le castigó, le calmó.
—Hoy están las moscas muy pesadas,—dijo.
Y, con la entonación más natural que le fué
posible dar a sus palabras, añadió:
—| Querido marqués, estáis trastornado! ¿Cómo
hubiera yo podido abandonar la cámara de honor
del castillo de San Juan, en donde he dormido
esta noche, para ir a vuestro castillo de Puyanne ?
— Señor, la marquesa, mi mujer, ha pasado la
noche en una hostería de San Juan...
—¡Ah! ¿de veras? Pues bien, os envidio, que-
rido, porque habéis debido pasar unas horas
deliciosas, ya que la marquesa es la mujer más
bonita de Francia y de Navarra.
Dijo esto con un tono tan ligero, tan indi:
ferente, con tal naturalidad, que este aplomo causó
más efecto en el ánimo receloso del marqués que
todas las protestas...
—De modo, que Vuestra Majestad me da su
palabra... de honor...—insistió,
El caballo del rey se encabritó de nuevo.
Esta vez fué castigado duramente.
—|Mi palabra de honor!...—pensaba Francisco.
—Mi palabra de honor... ¡darla sería faltar al
honor!... Pero, si la niego, este imbécil va a
matarse a mi vista, a provocar un escándalo...
No, no; es preferible faltar por una vez a la
verdad a semejante campanada.
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