Pensó en Santos... en Felipe... y su corazón se
hizo pedazos...
¡ Vamos, señoral—dijo la voz de Gaucher, im-
periosa.
El cuello, achicado y gracioso, se inclinó, resig-
nado.
La marquesa cerró los ojos.
¡Dios mío! apenas un segundo...
¿Le haría daño su marido?... ¿Padecería mucho
antes de entregar su alma?
Puyanne levantó su espada con las dos manos,
como levanta su hacha el verdugo.
La meció en el aire, para asegurar mejor el
golpe.
Pero no la dejó caer sobre la delicada nuca...
Dos manos acababan de sujetarle los brazos por
detrás...
XVII
BUENA JUGADA!
Gaucher se volvió.
Encontróse frente a frente con un traile vestido
de blanco, al que apenas podía ver la cara bajo
la negra capucha, porque caía la tarde, y la reciente
tormenta ensombrecía aún el cielo.
El fraile no le soltaba.
Puyanne trató de desasirse,
Imposible.
Le sujetaban unas manos de hierro.
Aquellas manos oprimieron aun más su presa,
con la fuerza de unas tenazas.
El marqués dejó caer su espada.
Con un movimiento rápido como el pensamiento,
el fraile la recogió, la hizo girar por encima de
su cabeza, y la arrojó muy lejos.
El arma desapareció por entre las ramas, y fué
a perderse... ¿Adónde? Ni siquiera se oyó el
tuido de su caída.
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