£l albañil, jadeante, miraba
vOz se tornaba más cálida,
irresistible... Pero no
Santos continuó:
al . médico, cuya
más simpática, más
respondía,
—Si ayudasteis a causar el daño,
tenéis el deber de repararlo. Por eso es preciso,
¡es preciso! ¿lo oís? que nos digáis, a vuestra
mujer y a mí, lo que habéis hecho esta noche, a
qué espantosa venganza habéis contribuido...
¡ Hablad, Guillermo!... Sed bueno. Descargad
vuestra conciencia de ese peso.
Pesquidouse no pudo sustr
“al influjo, tan dulce y tan enérgico a la vez, del
joven médico. Vacilé aún un minuto, trató de
luchar, y de repente exclamó:
—|Pues bien, síl ¡Ya no resisto más! Si me su-
cede alguna desgracia, no será más terrible que
este secreto que me ahoga...
Y, con un torrente de palabras entre
atropelladas, el albañil narró 1
de aquella noche,
Mariana escuchaba, dilatadas las
pitante de compasión y de espanto.
Santos, sereno y pálido, dijo sencillamente:
—Eso era lo que yo temía.
—¿Cómo pudisteis, señor,
infamia ?
“No. es. la primera vez
así, desgraciadamente. El difunto prior de la
abadía de Divielle, don Claudio, contaba lo si-
guiente, que había oído referir en su infancia :
«El señor de Chátillon, al volver de Tierra Santa,
Supo que su propia madre había maltratado a su
mujer durante su ausencia. La cogió, e hizo que
la emparedasen viva en un antiguo acueducto.»
—¡Horror!... ¿Y permite Dios tales
clamó Mariana.
—Esto no lo permitirá... puesto que nos impone el
deber de impédirlo. Porque vamos a impedirlo,
¿Po es verdad, Guillermo? Y a salvar a la víc-
Guillermo,
aerse por más tiempo
cortadas,
a siniestra aventura
pupilas, pal-
adivinar semejante
que sucede una cosa
COSAS ?-—ex.
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