Gaucher quería despojar a los frailes. Como éstos
amenazaban con imponer el anatema y el entre-
dicho al señorío de Puyanne, el marqués tuvo
que ceder, y devolver al monasterio lo que era
suyo.
Conservaba de estos recuerdos un rencor sordo,
y no le sentó nada bien la amonestación del reli.
gloso, no obstante juzgarla él mismo tan fundada.
Sin embargo, había hecho mella en él, porque,
decidiéndose de repente, exclamó:
—¡Pues bien, confesadla vosl
—No puedo.
— ¿Por qué?
—No soy secular. Sólo los religiosos pueden
confesarse con los monjes. Mi absolución no ser-
virá de nada.
—¡Pues el castigo no puede diferirse más!l—
replicó Gaucher, que se consumía de impaciencia.—
¡Ya se ha retrasado bastante!
—Montad a caballo y corred a buscar al cura
de la parroquia más cercana. ¡Traedlo... Os es-
pero.
Impulsivamente, el marqués se precipitó a su
caballo, desenganchó, la cadenita de acero que
le unía al de Jacoba, y saltó a la silla.
En el momento de alejarse, dirigió una última
mirada a la marquesa, arrodillada, y al fraile, de
pie, a su lado.
Y, encarándose con el religioso, dijo:
—¿Me respondéis de ella?
—SÍ.
—|Con vuestra vida, -»os lo prevengo!
Picó espuelas, y desapareció por un pequeño
claro del bosque.
Hasta que estuvo lejos no recordó esta singular
particularidad.
El monje de las manos de hierro no le había
llamado, ni una sola vez, mesire ni monseñor.
Una hora después, Gaucher estaba de vuelta
con el cura de Sauveterre, al que llevaba a la
grupa de su caballo,