cambiará como por arte de magia... Pasaréis este
desfiladero, y entraréis en España... Os apodera-
réis del tesoro... ¡Eso es la riqueza!... y... a cambio
de esa fortuna, sólo pido...
—¡No acabéis!—dijo Preciosa, interrumpiéndo;e
con un ademán.—¡Es imposible!
—¡Ah!l—murmuró el joven, anonadado,—|¡siem-
pre el mismo orgullo, siempre el mismo corazón
de hielo!...
—¡No hay Más que hablar! Me volveré a
Francia, puesto que no puedo entrar en España.
¡Adiós!
Villarreal levantó la cabeza.
—¡Os marcharéis si yo lo permito!—gritó violen.
tamente.—Tú, Jacobo, deja la daga en paz... ¡Una
sola voz a mis hombres, y cinco partesanas Se
te clavarán en el vientre!
—¿Os atreveréis a detenerme ?—preguntó Pre-
ciosa con soberana altivez.
—¡No solamente a deteneros, señora, sino a
entregaros al alguacil mayor de Pamplona, por
haber hecho uso de «un salvoconducto falso, obra
probablemente de Su Alteza el duque de Medina de
¡Tormes! Y el alguacil mayor es un magistrado
muy curioso por oficio, señora. Cuando os tenga
en sus manos querrá saber en dónde está el tesoro,
y para conseguirlo dispondrá de un medio infa
lible...
—¿El tormento ?+—balbuceó la joven con espanto,
—El tormento, vos lo habéis dicho.
Un silencio siguió a esta palabra terrible, como
el chirrido del potro.
Ramón miraba a Preciosa, con expresión venga-
tiva.
A su vez la humillaba, la torturaba...
Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas,
lágrimas que lloraba su orgullo.
Villarreal las tomó por lágrimas de debilidad...
—Ya veis—dijo—que estáis perdida, si a mí se
me antoja.
Pero la marquesa se recobró,
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