—Una indicación... Esperadnos un instante.
El coche se acercaba, siempre al paso...
Era una especie de carroza de viaje, completa-
mente cerrada,
No sólo estaban levantados los cristales, sinn
que, desde dentro, habían cuidado de correr las
cortinillas.
—Qué hay ?—interrogó Jacobo cuando el vehícu-
lo estuvo cerca de él.
El cochero saludó cortésmente a la marquesita,
y dirigiéndose a su acompañante, preguntó:
— ¿ Podríais decirme si existe una ermita por
aquí ?
—¿ Una ermita? ¡no!
—|¡Perdonad!—dijo Preciosa, interviniendo,—no
olvidemos aquella en la que nos detuvimos, no
lejos de Pamplona.
—¡Es verdadl—articuló Jacobo.—¡Ya veis,
amigo, —añadió riendo, porque a la sazón estaba
tranquilo, —recuerdo más fácilmente el lugar en
que están situadas las posadas, que el que ocupan
las ermitas!
— ¡Siempre serás el mismo, Jacobo!—declaró
una voz que parecia salir del carruaje hermética-
mente cerrado,
Il factotum de Embalire pareció extraordina-
riamente sorprendido.
Dirigió una mirada de asombro a la carroza.
Descorrióse una de las cortinillas, y se acercó
al cristal el rostro de un hombre tan viejo como
Matusalem, y más pálido que la muerte.
Jacobo se mostró muy conmovido.
—¡ Monseñor!—exclamó.—¡ Vos!...
Una mano diáfana, de dedos afilados, más
blanca que la cera, abrió la ventanilla.
—|Sí... y ha de ser a tí a quien encuentro
aquí, tarambana incorregible!
Preciosa, estupefacta, miraba al deconocido.
Aquel anciano tenía un aire de distinción ver-
daderamente imponente. Una muceta púrpura
cubría su espalda encorvada. El vivo color de
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