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esta prenda acentuaba la palidez de su rostro,
que hubiefth parecido el de un muerto sin el fulgor,
casi imposible de resistir, de los ojos llenos de
juventud y de vida. >
¡Extraño y cruel contraste que a la hermana
de Medina le pareció conmovedor!
Pero aun aumentó su sorpresa, y también su
emoción, cuando vió que Jacobo caía de rodillas,
murmurando:
¡No me riñáis, monseñor!
Entretanto, el cochero se había bajado del pes-
cante para arreglar los arreos de sus dos mulas.
—Levántate, —dijo el anciano.
Jacobo obedeció, y, volviéndose hacia su ama,
le anunció, con una entonación llena de humildad,
de confusión y de respeto.
—|Su Eminencia el cardenal Jiménez de Cis-
neros!...
Al oir este nombre ilustre, Preciosa humilló
la cabeza, sin atreverse a pronunciar una palabra,
—|¡No os inclinéis tanto, señoral—dijo el car-
denal.—¡ Semejantes homenajes no son para el que
ya no espera nada de los hombres, y ya ha
puesto su confianza únicamente en el Altísimo!
—Eminencia...—balbuceó la marquesita.
—Nada de Eminencia: aquí sólo hay un modesto
servidor de Dios, que va a morir después de
haberse acercado a Él todo lo posible.
Hubo una corta pausa. Cisneros continuó:
—Aquí donde me veis, voy al destierro.
—¡Al destierrol—exclamó impetuosamente Pre-
ciosa de Tormes.—¡Al destierro, después de los
Servicios que habéis prestado a España!
—Su Majestad Carlos I piensa de otra manera,
—respondió el cardenal con un poco de amargura.
—¿Entonces, Vuestra Eminencia ya no es
Ministro ?—exclamó Jacobo en el colmo del
asombro,
¡Como tú tampoco eres ya campanero en el
Monasterio de Castañar, en donde te conocí en
Otro tiempo, cuando yo era simple predicador
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