obispos y legados dei papa! Y si el rey de Francia
os proteje, ¡ay del rey de Francia!
La cólera gasta las fuerzas más que la acción.
Aunque era robusto y enérgico, el marqués sentía
que-se le doblaban las piernas, por efecto de la
emoción y del cansancio.
Miró a su alrededor para orientarse.
—No estoy lejos de Sauveterre, -dijo.—Pasaré
alí la noche, y mañana, ¡a emprender la lucha!...
¡Si por lo menos supiera qué camino ha tomado
ese condenado fraile!
—Yo os lo puedo decir,—articuló detrás de él
una voz.
Gaucher se volvió.
Vió a un hombre de pie, que le saludaba.
—¿ Quién sois?—preguntó Puyanne, siempre au-
toritario.
—Soy el que puede ayudaros en la lucha de
que acabáis de hablar...
—No rechazo ninguna ayuda; pero, ante todo,
es preciso que sepa de dónde viene.
—Tenéis razón, caballero... Vengo de la fron-
tera de España... y me dirijo a la República de
Andorra, en donde hay un castillo, y en donde
debo recluirme: ¡Porque yo no soy uno de los
amigos del rey de Francial... Acabáis de hablar
de él en tales términos que en seguida me he
sentido inclinado hacia vos. ¡El rey me odia,
y yo le pago con la misma moneda!
Esa es una razón para que yo os acoja. |El
rey de Francia no es santo de mi devoción, 0s
lo jurol—exclamó el marqués con vehemencia.
A pesar de la palabra que le diera Francisco l
en San Juan de Pie de Puerto, una vaga sospecha
persistía en el ánimo de Puyanne. La acusación
formulada por Jacoba había quedado impresa en
él con letras de fuego.
No sabiendo qué creer, pensaba aún en la tur-
bación que había creído advertir en el rev.
—Caballero,—declaró el desconocido,- debemos
entendernos, si unimos nuestros odios en provecho
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