A esta provocación respondieron, unánimes,
veinte o treinta voces:
—¡Resistamos! ¡resistamos!
—Sí,—dijo el Padre Eloy, estimulado por la
energía que animaba a sus compañeros tras del
primer instante de pánico,—|¡ Sí, resistamos! ¡y que
el castigo del sacrilegio caiga sobre su autor!
Una risa burlona fué la única réplica que llegó
de afuera.
Inmediatamente comenzaron de nuevo los golpes,
más apresurados, más violentos.
El Padre Eloy cerró el ventanillo. La emoción
le ahogaba.
¡Nunca hubiera imaginado aquello! ¡Una lucha
a mano armada entre la abadía y el castillo!
¡A mano armada!
Los pobres monjes de Divielle sólo podían
oponer la cruz y la oración a los hombres de
armas del señor de Puyanne.
Y, sin embargo, aceptaban el combate, como
se acepta el sacrificio.
Se erguían con sólo aquel escudo, ante aquellas
espadas, aquellas hachas, aquellas mazas, aquellas
lanzas y aquellos arcabuces,
Estaban resueltos y llenos de valor.
No capitularían,
La puerta de roble macizo, reforzada con con-
trafuertes de hierro, seguía resistiendo, se defendía
con sus enormes cerrojos y su formidable cerradura
de acero,
Pero cedería fatalmente al furioso e insistente
ataque de afuera.
De repente, una voz se alzó detrás de los reli-
giosos:
—¿Qué pasa?
Era Phocas, el correo del nuevo abad de Di-
vielle,
Fué puesto rápidamente al corriente de lo que
pasaba.
. ; Una sonrisa de satisfacción entreabrió su enorme
Oca.
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