Acababa de ser proferida por el propio Santos,
que apareció repentinamente al lado del barón
de la Garde.
Apenas repuesto de sus heridas, el caballero,
cuidado por los monjes, oyó desde su celda el
ruido de la lucha y del asalto. Y acudió.
Gaucher gritó:
—¡A mí, duque! ¡Castiguemos a ese insolente
como merece!
Él y Medina avanzaron, apartando con irresis-
tible fuerza todos los obstáculos que los separaban
de sus enemigos.
—Encargaos de Lusignan, marqués, —dijo Tormes
con acento burlón,—yo me reservo el capitán de
la Garde de Jarzac. Tenemos pendiente una cuenta
desde hace mucho tiempo...
Todo esto pasó en menos de diez segundos.
Pero cesó instantáneamente también; dos armas
brotaron, por decirlo así, en las manos de Paulino
y de Santos.
Los siervos de la abadía habían entregado al
primero una guadaña... y al segundo un mazo.
Armas formidables, lo mismo para la defensa
que para el ataque.
Entretanto, Phocas luchaba con Lespés, el sar-
gento del castillo.
Los servidores y los siervos de Puyanne, los
Monjes y los siervos de Divielle, miraban, anhe-
lantes de emoción, sin pensar en intervenir en
aquel triple duelo que no dejaba lugar a ningún
Otro combate, hasta tal punto se anunciaba encar-
nizado y sin cuartel.
En aquel momento Paulino de la Garde no
ra ya el abad de Divielle. Por la fuerza de
as circunstancias tornaba a ser el impetuoso ca:
ballero, el terrible combatiente de otro tiempo,
el esforzado campeón del derecho.
El apóstol dejaba el puesto al capitán.
. Con su guadaña, arma terrible en sus manos
Vigorosas, mantenía en respeto a Medina de
'2OrIes, y paralizaba sus ataques.
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