menea, en la que ardía un buen fuego de leña, —
porque había llovido, y, aunque era verano, la
mañana estaba fresca,—esperaban el desayuno.
El de más edad, un hombre de más de sesenta
años, llevaba el traje eclesiástico, lo que le había
valido las mayores atenciones por parte de la
hostelera, la señora Jacinta Gillebardón.
En su cara llena y redonda chispeaban unos
ojos que rebosaban inteligencia y bondad. Graves
preocupaciones parecían absorberle, porque, constri-
ñendo sus gruesos labios, permanecía mudo en
tanto que extendía hacia las llamas sus manos re-
gordetas.
Cerca de él había dos hombres, con el traje,
que tenía algo de uniforme y algo de librea, de
los hombres de armas agregados al servicio de los
señores,
El suyo consistía en un coleto de ante, calzones
de paño grana, banda verde pálido, amplia capa
oscura, y gorra de piel con dos plumas.
Llevaban al costado largas espadas, con la em:
puñadura de acero cincelado. Un cuchillo, con
vaina del mismo metal, pendía de su cinturón.
Uno de aquellos hombres frisaba en los cin-
cuenta años; su rostro duro, erizado de pelos
canosos, estaba cubierto de cicatrices.
El otro no tendría más de veintidós años. Era
una especie de hércules, rubio y sonrosado, con
dulces ojos azules,
. Los dos hombres no parecían tener más ganas
de charla que el abate sentado junto a la chi-
menea,
Pero un cuarto personaje ponía en él grupo una
nota de inocente alegría: era un chiquillo de seis
a siete años, lindo y delicado, de ojos oscuros
y profundos, de larga melena castaña.
Vestía como un niño de familia rica, y mostraba,
en su manera de ser, una reserva encantadora,
fruto de una excelente educación.
Su barbilla, que ya revelaba voluntad, denotaba
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