-¡| Señor abatel—gritó,—]señor abate! deteneos...
Voy a buscar un sacerdote y un médico para nues-
tro señor, el marqués de Puyanne, que acaba
de ser gravemente herido...
— ¿Cómo ?—interrogó Santos.—¿Atacando a la
abadía ?
—No, monseñor. Pero, ¡venid, pronto! El mar:
qués puede morir por falta de asistencia. Está
sin conocimiento, y ha perdido mucha sangre...
¡Y hay que ir hasta Montfort, o hasta Tartas,
para encontrar un médico!...
Yo soy médico, —dijo el joven.—Venid, guiad-
nos.
El criado echó a andar delante.
—¿No será esto un lazo?—murmuró el abate.
—Ya lo veremos.
—Pero...
—Estoy en guardia.
Al llegar al castillo, Santos comprendió, por
la consternación general, que no le habían en-
gañado.
Y aceleró el paso, impaciente a la sazón por
cumplir un deber de humanidad.
Una voz imperiosa le decía que, cualquiera
que fuese el odio que sintiera hacia Gaucher de
Puyanne, ro tenía derecho a abandonar a aquel
hombre, puesto que apelaban a su ciencia.
El vencedor de la víspera callaba; el médico iba
a actuar y a poner su arte al servicio de un
enemigo aborrecido.
Lusignan apreció en aquel momento la magni-
tud de ciertos sacrificios.
El sacerdote le admiró.
Dejando su caballo y la mula del abate al
cuidado de Rambert, el caballero penetró, seguido
del abate, en el vestíbulo, subió la ancha escalera
de piedra con barandilla de hierro, y entró en el
cuarto del marqués de Puyanne.
En el majestuoso lecho de columnas salomóni-
cas aparecía el cuerpo de Gaucher, tendido sobre la
colcha de brocatel con grandes flores,
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