Gaucher acababa de abrir los ojos, y miraba a
Santos, inclinado sobre él.
¡Qué espanto en aquella mirada!
¡Qué inmenso odio!
Pasó por ella como un postrer relámpago de
rebeldía.
Luego la boca se contrajo en una mueca de
amargura, y los labios, lívidos, murmuraron:
Mi venganza me sobrevive... ¡Se hará justi-
cia!
Luego los párpados se cerraron.
Un espasmo recorrió todo el cuerpo.
A: la boca asomó una espuma sanguinolenta.
Un jadeo... un suspiro...
¡El señor de Puyanne estaba muerto!
Partamos,—dijo el abate Trebuchón, palidísi-
mo, al oído de Lusignan.
Éste respondió:
¡Si Jacoba estuviera aquí os pediría una ora:
ción para este desgraciado que se ha ido de este
mundo en su error y con su odio!
El capellán se arrodilló, muy cerca de la espada
homicida,
Pero esta espada, en la que se posaron los ojos
de Santos, hizo estremecer al joven. ¡Era la de
Phocas! ¡La reconocía por su empuñadura, con la
cifra de la guardia del rey!
Se había fijado en ella la víspera, al verla en
manos del valiente soldado.
Cómo está aquí la espada de Phocas?—se
dijo, —¿y cómo ha podido herir a este hombre en
este castillo?
Intrigado, Lusignan abandonó la cámara mor-
tuoria con el capellán, que había terminado su
oración,
Experimentó una verdadera sensación de alivio
al salir del sombrío castillo de Puyanne, la ho-
rrible prisión de su amada durante tanto tiempo.
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