aún sobre la piedra más insignificante; no he man-
dado prender fuego a ningún monasterio, y casi
todos los monasterios de Sajonia han sido destrui-
dos por mi pluma y por mi lengua. Sin violencia,
yo solo he hecho a Roma más daño que hubiera
podido hacerle cualquier rey con todas las fuer.
zas de su reino... ¡Eso no quita para que si yo
fuese dueño de Alemania, cogería al papa y a
los cardenales para arrojarlos a todos al mar!
Wanda escuchaba, pensativa, a aquel a quien
ella llamaba el profeta de los tiempos modernos.
Sois duro, Lutero, —dijo.—Tened cuidado de
que vuestros actos no lleguen a ser tan violentos
como lo son ahora vuestras palabras. Ese día
justificaríais. todas las represalias. :
El reformador hizo un gesto de indiferencia.
Poco a poco se había ido animando, embriagado
por sus propias palabras. De pie a la sazón, pa-
seaba por la vasta estancia, como los oradores ro-
manos por las tribunas del foro.
Se detuvo delante de la librería, tocó la Biblia
con el dedo, y dijo:
—|Este es el Libro de los libros! o por lo menos,
lo será cuando yo haya publicado la versión que
estoy haciendo. Arrancaré esta obra santa de las
manos de la casta sacerdotal para ponerla en las
del pueblo; será el órgano de la libertad religiosa
para el pensamiento alemán.
Apenas había terminado Lutero esta frase pro-
fética, retumbaron en el ámbito sonoro del vestf.
bulo cuatro Aldabonazos.
Un relámpago de alegría iluminó los ojos de
Wanda de Solingen.
-| Ell —murmuró.
Y, levantándose con vivacidad, añadió:
—Maestro, os suplico que me esperéis unos ins-
tantes. Llega un visitante que tal vez os presente.
Y salió, ligera y graciosa, con un aire de in-
comparable nobleza, dejando solo al reformador,
que cogió la Biblia y se absorbió en una lectura
meditativa,
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