otros para no corromper forzosamente muchas al-
mas. Desde París, esos revoltosos se extenderán
por toda la nación si no se pone pronto remedio.
—¿No podéis castigarlos con la excomunión y
el entredicho, monseñor ?
—Eso les dejaría completamente indiferentes. Es
preciso ponerlos en la imposibilidad de hacer daño,
y, para atajar el movimiento, suprimir al autor
de él.
¿ Suprimirle ?
—Sí.
—¿Queréis decir, monseñor, obligarle a mar-
charse al otro lado del Rhin?...
No, Mérovic. Eso no bastaría . Muerto el
perro, se acabó la rabia; esto es lo que os ruego
que comprendáis.
—Comprendo demasiado, señor cardenal,—de-
claró el oficial con voz algo incisiva.—Me pedís
que os desembarace de ese Lutero. ¿Puedo en-
viarle un cartel de desafío?
El cardenal dió un salto.
-—¿Estáis loco, caballero? ¿Un reto a ese hom-
bre? ¡Armar ruido y escándalo! Veo que no me
habéis comprendido, y voy a explicarme más clara-
mente.
El cardenal hizo una pausa, y, mirando al te-
niente cara a cara, con ojos inquisitivos, agregó:
—Martín Lutero debe marcharse esta noche a
Alemania... ¡Es preciso que no se marche!...
Hubo un minuto de trágico silencio.
El cardenal precisó, en voz más baja aún:
—Quiero que su cadáver sirva esta noche de
comida a los peces del Sena
Los labios de Mérovic temblaron un poco. Tr-
guiéndose, gritó indignado:
—|¡Pero eso es un asesinato! ¡No contéis con-
migo .para eso, monseñor!
¿Qué quiere decir esto?—articuló Duprat,
frunciendo el ceño.
¡ Batirme diez veces, veinte, ciento, para ser-
viros a vos y al rey, 'en combate leal, con un
318