de Fleurs confiaba a su hermana las dos mucha-
chas, porque temía dejarlas en la soledad de su
castillo potevino.
Aquella noche, mademoiselle Berta había hecho
encender cirios ante su Madona venerada, una
virgen negra que sacaba de un arcón cuando
había tormenta.
Piadosamente arrodillada con sus sobrinas, la
castellana rezaba en alta voz, rogando por los
pobres pescadores que estaban en el mar.
La bondadosa anciana había enviado un ser-
vidor a la playa para que le llevase noticias.
Volvió el servidor, empapado, interrumpiendo las
oraciones comenzadas.
Mademoiselle, —anunció, —afortunadamente no
hay ningún hombre del pueblo en el mar; todas
las barcas estaban de vuelta antes de que estallase
la tormenta.
—| Gracias, Virgen Santa! —exclamó mademoiselle
Berta.—Os ofrezco tres docenas de cirios de la
mejor cera.
—No es eso todo, por desgracia. Precisamente
enfrente de Sablonceause ha encallado un barco,
un hermoso navío que salió esta mañana del puerto
de la Rochela, y que, a pesar del viento contrario,
se ha internado en el paso de Antioquía.
Inmediatamente, la bondadosa castellana y sus
sobrinas, acompañadas de una criada y del criado,
corrieron a la playa llena de escollos que está
enfrente del paso de Antioquía y lleva el siniestro
nombre de Costa de la Mar Brava.
Todo el pueblo estaba allí.
A la luz de los relámpagos veíase un barco de
negra arboladura azotada por terribles golpes de
mar, encallado en un banco de arena en el que
las enormes olas amenazaban tragárselo a cada
instante.
Los pescadores de Sablonceause trataban en vano
de acudir en su socorro; uno de sus botes había
sido echado a pique por el temporal... En la
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