Ambos habían tenido ocasión de ver a las seño-
ritas de Fleurs, y se habían prendado de ellas.
El marqués pidió a Juan de Fleurs la mano de
Jacoba, y el conde solicitó el honor de ser el
esposo de la linda Enriqueta.
Ambos eran de rancia nobleza y de ilustres casas.
El padre acogió muy bien la petición de sus dos
camaradas, a los que profesaba particular afecto,
Ciertamente parecía un poco desproporcionada la
edad de aquellos pretendientes, uno de los cuales
frisaba en los cuarenta años, y el otro en los
treinta. Pero al lado de sus inmensas fortunas
este detalle no tenía importancia.
Fueron, pues, recibidos en el castillo de Sablon-
ceause con todas las consideraciones debidas a los
huéspedes a quienes se quiere honrar especial.
mente.
A la primera palabra de su padre comprendió
Jacoba que su matrimonio con el marqués de
Puyanne estaba decidido de antemano, y que su
dolor y su amor se verían obligados a ceder ante
la voluntad del jefe de la familia.
Entonces se apoderó de ella una espantosa
desesperación.
Santos de Lusignan la abandonaba... ¿No la
amaba ya... o había muerto?... Como quiera que
fuese, su corazón destrozado sentía que su her-
moso sueño de amor había concluído...
Pero, cosa más horrible aún: ¡tendría que ser
la mujer de-otro, llevando en su seno al hijo de
Santos!
Porque, negándose, proyocaría la cólera de su
padre...
Y aplazar su resolución... sería hacer patente su
vergiienza a los ojos de todos... ¡sería el deshonor!
¡ Terrible dilema!
¡ Espantosas perspectivas!
El conde de I'leurs advirtió la palidez y el abati-
miento de su hija, su turbación cuando él le
hablaba, y la repulsión irrazonada que le inspiraba
el marqués de Puyanne.
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ALLA AI AR
¿AL IRMERTIERAS MID