Jean hizo un gesto que no significaba nada. Las
preguntas del desconocido le sorprendían. Pascual
miraba a este último con desconfianza.
— ¿Veis alguna vez a la marquesa ?
—Todos los domingos, en misa. Ella está en su
banco, y nosotros la vemos de lejos.
—¿Y en otra parte no?
—Sí, a veces, cuando va a visitar a los pobres
/
. con su doncella Catalina. ¡Es tan caritativa! h
Í —¿No pasea nunca? |
—Muy raramente. Y siempre acompañada, cuando
q monta a caballo, por el marqués o por su paje,
Alberto de La Motte.
y —¿Es adicto a la marquesa ?
'l —|Ya lo creo! Pero sobre todo al marqués, del
que era amigo su padre, que se lo recomendó al
morir.
El desconocido se había acercado, y hacía sus
preguntas en voz cada vez más baja.
qe —¿Sabéis—inquirió de nuevo—si entre la servi-
dumbre de la marquesa hay algún criado más
/ adicto a ella... a ella sola ? 4
Pascual escuchaba esta conversación insidiosa
con el más vivo interés. De pie en la puerta,
cruzado de brazos, pensaba que el desconocido
había ido a su casa a hacerles aquellas extrañas
preguntas con algún objeto.
Adivinaba instintivamente que aquel hombrecillo
conspiraba contra la felicidad del marqués de
Puyanne, y se sintió dispuesto a secundarle.
Por ello se acercó para tomar parte en la con-
versación.
—La señora marquesa cuenta con una persona
que le pertenece en cuerpo y alma,—dijo,
—¡Ah! ¿quién es?—interrogó el desconocido,
—Una doncella, una muchacha de su país, que
( no se separa nunca de ella, esa Catalina de quien
acaba de hablar mi padre.
El hombrecillo silbó un aire de caza, y, brus-
camente, anunció:
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