Le seguía un hombre, un hombre en el que,
por el amplio sombrero de fieltro adornado con una
pluma, reconoció la joven a un caballero.
—Aquí tenéis—dijo Pascual con su voz grave—=
a una persona que quiere hablaros.
—¿De modo, que no sois vos, Pascual ?—ex-
clamó Catalina con una expresión de desencanto
tan sincera que el joven le dijo con dulzura:
—Podemos hablar en otra ocasión.
—¿Qué deseáis, caballero ?—preguntó entonces
la doncella, algo más tranquila, mirando al recién
llegado cuyas facciones trataba de entrever en la
oscuridad, cada vez mayor.
—¿Qué deseo? Vuestra felicidad, hija mía.
—¿Mi felicidad?... Pero, si no me conocéis...
—¡No importal Siempre se puede procurar la
felicidad de una muchacha, encontrándola un buen
marido, dotándola...
Grain-de-Cassis miraba, estupefacta, al singular
personaje, cuyo rostro de garduña comenzaba a
vislumbrar bajo las alas del enorme sombrero.
Interrogaba con la mirada a Pascual, que bajaba
los ojos.
Sí, sí, —continuó el barón de Hinse (porque
era él), —quiero casaros con este buen mozo aquí
presente...
Por motivos diferentes, Pascual y Catalina se
extremecieron.
—O con el que vos elijáis,—se apresuró a decir
el caballero, temiendo haberse equivocado.—Y os
daré mil escudos de dote,—añadió recalcando las
palabras.
—¡ Mil escudos!—exclamaron a la vez Catalina
y Pascual.
—Sí, mil escudos. En cambio, sólo os pido una
cosa insignificante... Una cosa muy sencilla, y per-
fectamente honrosa... Se trata de lo siguiente: un
noble y poderoso caballero se ha prendado de una
dama; es preciso favorecer un poco ese amor,
entregar unas cuantas esquelas amorosas... preparar
algunas entrevistas... y nada más... Hay mil escudos,
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