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se abría ante ella la asustó un poco, pero su
vivo deseo de socorrer a los infelices, a quienes
creía moribundos y privados de todo género de
cuidados en el fondo de su tugurio, la impulsó
a avanzar.
La marquesa se sobresaltó al oir que la puerta
se cerraba bruscamente tras ella, y, movida de un
temor instintivo, quiso retroceder.
Pero alguien estaba entre ella y la puerta.
La completa oscuridad no le permitía ver nada,
pero acababa de tropezar con una persona alta,
vestida con finas y sedeñas ropas.
Entonces fué cuando lanzó aquel grito que oy:
desde afuera Alberto de La Motte.
No pudiendo, no atreviéndose a acercarse a
aquella puerta, corrió en dirección opuesta, enlo-
quecida,
Una segunda puerta se abrió ante ella... y en
lugar del tugurio que esperaba encontrar, vió, a
la luz de magníficos candelabros, tuna estancia
de pequeñas dimensiones, bastante baja de techo,
pero tapizada toda ella de damasco amarillo con
flores blancas.
Una alfombra soberbia cubría el suelo: un diván
de terciopelo azul ocupaba uno de los testeros
de la habitación; enfrente, sobre una credencia,
había platos con frutas y pasteles, y, en frascos
de cristal, centelleaban el oro y los rubíes de vi-
nos añejos.
¿En dónde estoy ?—exclamó la marquesa, cuyo
espanto iba en aumento.
he Junto a un amigo... junto a un enamorado,
articuló muy cerca de ella una voz conmovida.
Jacoba vió entonces a un caballero de elevada
estatura y de arrogante presencia, vestido con un
traje de raso blanco, que se inclinaba respetuosa-
mente ante ella.
¡El rey!l—exclamó en el colmo de la sor-
presa.
-El mismo, señora... ¡El rey de Francia, que os
adora, y os lo quisiera decir a vuestros pies!
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