Full text: Los amores de Francisco I.° y de la Gioconda

La vieja aldeana arrojó una moneda en el som- 
brero, y apretó el paso. 
Aquel hombre era, en efecto, de un aspecto su- 
mamente inquietante. Y además, su título de herido 
de Marignan gozaba de una fama aterradora. 
¡Reputación perfectamente merecida, desde 
luego! 
Eran de sobra conocidos en todo el territorio 
lombardo esos tránsfugas, semibribones, semideser- 
tores, que tenían asediado al país, como para ven: 
garse de sus defectos. 
Sus golpes de mano y sus depredaciones eran 
innumerables. 
Eran merodeadores, ladrones, incendiarios, ya 
veces asesinos: mataban o robaban a los hom- 
bres, y violaban a las mujeres. 
Se les temía como al fuego, y se huía de ellos 
como de la peste. 
Detrás del «herido de Marignan» se oyó una 
VOZ: 
—¿Qué hay, «Tuerto» ? 
La voz salió de otro matorral, un poco más 
allá de la cuneta del camino. 
El mendigo contestó, sin volverse, mostrando su 
moneda de vellón: 
—¡ Buena suerte, amigos! ¡Medio escudo! 
Las risas y las bromas se cruzaron, pero nadie 
asomó la cabeza, 
—|Silencio!—gritó de pronto el «herido» a los 
burlones invisibles. 
Un hombre acababa de salir, a pocos pasos de 
allí, de un camino que atravesaba aquellos campos. 
Era un labrador que volvía de la siembra. 
Pasó ante el mendigo sin fijarse en él, en apa- 
riencia, 
—/Una limosna para un herido de Marignan!— 
musitó el otro, 
El labriego se paró de pronto, y se encaró con 
el pedigiieño:
	        
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