La vieja aldeana arrojó una moneda en el som-
brero, y apretó el paso.
Aquel hombre era, en efecto, de un aspecto su-
mamente inquietante. Y además, su título de herido
de Marignan gozaba de una fama aterradora.
¡Reputación perfectamente merecida, desde
luego!
Eran de sobra conocidos en todo el territorio
lombardo esos tránsfugas, semibribones, semideser-
tores, que tenían asediado al país, como para ven:
garse de sus defectos.
Sus golpes de mano y sus depredaciones eran
innumerables.
Eran merodeadores, ladrones, incendiarios, ya
veces asesinos: mataban o robaban a los hom-
bres, y violaban a las mujeres.
Se les temía como al fuego, y se huía de ellos
como de la peste.
Detrás del «herido de Marignan» se oyó una
VOZ:
—¿Qué hay, «Tuerto» ?
La voz salió de otro matorral, un poco más
allá de la cuneta del camino.
El mendigo contestó, sin volverse, mostrando su
moneda de vellón:
—¡ Buena suerte, amigos! ¡Medio escudo!
Las risas y las bromas se cruzaron, pero nadie
asomó la cabeza,
—|Silencio!—gritó de pronto el «herido» a los
burlones invisibles.
Un hombre acababa de salir, a pocos pasos de
allí, de un camino que atravesaba aquellos campos.
Era un labrador que volvía de la siembra.
Pasó ante el mendigo sin fijarse en él, en apa-
riencia,
—/Una limosna para un herido de Marignan!—
musitó el otro,
El labriego se paró de pronto, y se encaró con
el pedigiieño: