Bartolomé le dirigió una horrible mirada, pero
obedeció.
Recorrió el camino que había traído en sentido
opuesto, y, seguido por los otros cuatro, se encon-
traron pronto en la cueva donde le arrojaron.
Una vez allí, los cuatro amigos examinaron
el lugar, y el “Tuerto completó sus indicaciones.
—Entonces, esta trampa...
—Se abre de abajo arriba... Pero debe tener
un mecanismo secreto que se articula desde la
habitación de arriba...
—Bueno. Quédate ahí en ese rincón... ¡Cuida
de él, Didier!
—Contad conmigo, monseñor,—contestó el escu-
dero.
El Ladrón de Corazones, Frescobaldi y Mérovic
examinaron la altura en que estaba colocada.
—|Diablo! ¡hay lo menos diez pies!
—SÍ; no parece muy cómoda la ascensión.
—Probemos; ¡Mérovic, apoyaos contra ese muro,
con los brazos cruzados!... ¡Bien!
Y el capitán saltó sobre los hombros del
teniente.
—¡Ah, ya comprendo!-—dijo Mérovic.
. ¡Aun no alcanzo bien!—dijo Paulino.—¡Fres-
- Ccobaldil ¿queréis acercarme más la luz?
, Vicente así lo hizo, y Paulino, encaramado sobre
los hombros de Mérovic, examinó atentamente el
Piso de la habitación.
—¡Esperad!—dijo Mérovic.—Aun puedo estirar-
me un poco más: así alcanzarcis mejor.
| Bravo! ¡Ahora estoy bien!l—dijo el barón.
a alcanzo: aquí hay, en efecto, dos charnelas...
después una especie de rueda que debe servir para
lacer que gire la trampa. Pero no hay un aga-
rrador por el que pueda tirar de ella y hacerla
8lrar, Al
—-Bajaos, capitán... y ¡atención! —exciamó Fres-
cobaldi.
—¿Qué vais a hacer?
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