Ésta se volvió a cerrar con un lágubre sonido...
al que contestó un rugido de impotente rabia.
El Tuerto había quedado encerrado en la ho-
rrible cueva.
—¿Os duele?-—preguntó Paulino dirigiéndose
hacia el herido, al cual curaban y vendaban Didier
y Frescobaldi.
¡No ha sido nada, felizmente!—respondió el
gigante.—¡Vamos a prisa, no sea que nos sor-
prendan!
Los cuatro compañeros avanzaron hacia la sala
próxima, y al llegar junto a la puerta escucharon.
—¡A la salud de Andrea la Bellal—decía la
voz vinosa del príncipe de Gennevreuilles,
—¡Sí, a la salud de la amiga del rey!—agregaron
los demás.
—¡Desenvainemos!—mandó el Ladrón de Cora-
zones, —y ¡sus y a ellos! ¡amigos míos!
Con la espada desnuda en la mano abrió Paulino
el picaporte,
Tras él iba Frescobaldi, con la cara tranquila
e impenetrable como siempre.
Mérovic le seguía, dominándolo todo con su
gigantesca estatura, y Didier cerraba la marcha,
dispuesto a armar una carnicería...
XVIM
LOS INTRUSOS
A oir los apóstrofes del Ladrón de Corazones,
Gennevreuilles, Sauvigny y La Guyonniére
quedaron como si les hubiera caído un' rayo.
El capitán continuó, con acento irónico y glacial:
—Ya observo que no se aburren por aquí, y me
alegro de haber presenciado con mis propios ojos,
señor de Gennevreuilles, la conducta cortés y ga-
lante que observáis con las mujeres.
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