Full text: Los amores de Francisco I.° y de la Gioconda

Ésta se volvió a cerrar con un lágubre sonido... 
al que contestó un rugido de impotente rabia. 
El Tuerto había quedado encerrado en la ho- 
rrible cueva. 
—¿Os  duele?-—preguntó Paulino dirigiéndose 
hacia el herido, al cual curaban y vendaban Didier 
y Frescobaldi. 
¡No ha sido nada, felizmente!—respondió el 
gigante.—¡Vamos a prisa, no sea que nos sor- 
prendan! 
Los cuatro compañeros avanzaron hacia la sala 
próxima, y al llegar junto a la puerta escucharon. 
—¡A la salud de Andrea la Bellal—decía la 
voz vinosa del príncipe de Gennevreuilles, 
—¡Sí, a la salud de la amiga del rey!—agregaron 
los demás. 
—¡Desenvainemos!—mandó el Ladrón de Cora- 
zones, —y ¡sus y a ellos! ¡amigos míos! 
Con la espada desnuda en la mano abrió Paulino 
el picaporte, 
Tras él iba Frescobaldi, con la cara tranquila 
e impenetrable como siempre. 
Mérovic le seguía, dominándolo todo con su 
gigantesca estatura, y Didier cerraba la marcha, 
dispuesto a armar una carnicería... 
XVIM 
LOS INTRUSOS 
A oir los apóstrofes del Ladrón de Corazones, 
Gennevreuilles, Sauvigny y La Guyonniére 
quedaron como si les hubiera caído un' rayo. 
El capitán continuó, con acento irónico y glacial: 
—Ya observo que no se aburren por aquí, y me 
alegro de haber presenciado con mis propios ojos, 
señor de Gennevreuilles, la conducta cortés y ga- 
lante que observáis con las mujeres. 
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