El príncipe reclutaba su servidumbre entre anti:
guos soldados, audaces y allegados a él, que esta-
ban dispuestos a ejecutar sus mandatos y eran
diestros en el manejo de las armas.
Aquello fué una verdadera invasión.
¡Vamos a ellos, amigos!l—dijo Paulino con
voz enérgica.—¡No hay más remedio que vender
caras nuestras vidas!
¡Pues será necesario que nos den un buen
precio! —replicó Mérovic.
Pero ahora son muchos,—advirtió Didier con
melancolía.—Este gentilhombre es un bandido.
Mientras hablaban nuestros compañeros no per-
manecían inactivos.
Paulino se había apoderado de la espada de
Gennevreuilles, en tanto que éste recogió la de La
Guyonniétre.
¡Duro, valientes!—gritaba el príncipe, —| haced
una lucha sin cuartel!
-¡Muy valientes, sí: tocamos a uno contra
cinco! —replicó el Ladrón de Corazones con ironía.
En francés, eso tiene otro nombre.
Desde que entraron en escena los criados se
verificó una especie de tregua tácita entre ambos
bandos, quedando quietos todos y en observación
antes de atacar.
A pesar de ser tan numerosos, Gennevreuilles y
sus gentes sentían que jugaban una partida difícil.
Aprovechándose de esta rápida tregua, el La-
drón de Corazones quiso de nuevo socorrer a
Andrea: pero la espada de Gennevreuilles se le
interpuso como la vez anterior; y le rozó en el
pecho: le habría atravesado de parte a parte a
no ser por la rápida intervención de Frescobaldi,
que paró el golpe.
—Sois muy valiente, príncipe, —dijo el barón
con desdén,—muy valiente para atacar por sor-
presa al adversario que va a auxiliar a una pobre
joven... ¡No os hará eso muy feliz, caballero co-
barde!
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