por si tenía necesidad de volver a aquel país
cuando se olvidasen sus aventuras.
Era, pues, un asilo este castillo de Embalire,
sumamente cómodo para Medina, pues desde él,
en un instante podría, según le obligasen los
acontecimientos, presentarse en Francia o en Es:
paña...
Y al mismo tiempo, en estas ruinas rodeadas
por un temeroso misterio, el duque se sentía al
abrigo de la curiosidad ajena. Las leyendas que
corrían sobre el castillo, desde su abandono, eran
interminables. Los superticiosos andorranos con-
tinuaron llamando al castillo «La torre de los
aparecidos».
¡Qué historias tan extrañas se contaban sobre
el castillo durante las veladas junto al fuego!
El pastorcillo García, una noche que pasó junto
a la torre maldita para encerrar sus ganados,
sintió que el suelo tembló... al mismo tiempo unas
enormes piedras que se desgajaron de la roca
abrieron un agujero por donde salieron dos figuras
negras que proyectaban sombras blancas y se man-
tenían rígidas e inmóviles...
El pastorcillo huyó aterrorizado y abandonó su
ganado.
¿Y Escoberry, el contrabandista de sal?...
Ése vió iluminarse súbitamente la torre una
vez que atravesaba a media noche el parque del
castio las ventanas y las saeteras brillaban al
través de la hiedra, y grandes gritos de auxilio
y risas demoníacas turbaban el silencio de la
noche, asustando al contrabandista cuyos cabellos
se erizaron de espanto y su frente quedaba bañada
en helado sudor.
Además, la vieja Padilla, que tenía en el país
fama de hechicera porque hacía sortilegios y
robaba las bestias pronunciando una palabra, y
conocía las hierbas que encantaban y las que
curaban los males... la vieja Padilla tuvo una visión
horrible una noche de Viernes Santo...
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