que Ramón heredara parte de la fortuna y el re-
conocimiento de su nombre y su título.
Ramón creyó ciegamente en la palabra del duque,
y se unió a él, siéndole fiel, y aun después de hun-
dirse el duque en la ruina quiso él acompañarle
en el destierro.
Otro sentimiento se mezclaba, además, en su
corazón, que le convertía aun más en adepto
incondicional del duque.
Había visto a doña Preciosa, y quedó enamo-
rado de la gracia encantadora de esta deliciosa
criatura.
Desde que estaba al servicio de Medina había
aceptado las más audaces y comprometidas em-
presas, y esperaba que algún día el duque le
premiase todas ellas con una recompensa única:
Preciosa.
Un día que se aventuró a formular al duque
una tímida insinuación sobre esto, el duque le
contestó con una risa burlona, sin dignarse decirle
una palabra.
Ramón devoró el insulto, pero desde entonces,
dudando que el gentilhombre accediese nunca a
emparentar con un bastardo, y no pudiendo so:
portar la convivencia con su bella hermana, pensó
en abandonar la casa y el servicio del duque.
Así, pues, cuando éste le mandó llamar, Ra-
món pensó que era el momento oportuno para
despedirse de él, :
Pero la cordial acogida que le dispensó Medina,
acogida que le recordó los bellos días disfrutados
en España, selló los labios del secretario.
—Siéntate, amigo, y hablemos, --ordenó el duque.
Al mismo tiempo llenó una copa para Ramón.
—Señor,—dijo éste,-—me complace infinito tener
ocasión ¿de hablar con vos... quería anunciaros...
mis descos de recobrar mi libertad.
Medina frunció el ceño, y su semblante palideció.,
—¿Qué significa eso?... ¿quieres abandonarme,
Villarreal ?
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