-—Será sin duda algo de fatiga, —pensó Robur,
Cogió un puñado de hierbas del borde del
camino, y estregó con él a «Golondrina».
—¡Eh!l le aumenta el temblor... Se le doblan las
patas... ¿Qué hacer? ¡Y el campamento tan lejos
todavía!...
Se lió las riendas al brazo y decidió continuar
el camino a pie.
—|Vamos! ¡Golondrina!... ¡chiquital—le decía
para animarla, pues sabía que en los animales, como
entre los hombres, lo moral hace reaccionar a lo
físico.
La yegua comprendía que su amo la acariciaba
con sus palabras tanto como con las manos; ende-
rezaba las orejas de un modo particular, proseguía
temblando y no cesaba en sus relinchos, débiles y
dolorosos, como quejidos humanos...
Vaudrey se hacía mil conjeturas.
—¿Le habrán mezclado alguna droga en la
avena?... ¿Pero quién?... ¿Tendría quizá alguna
hierba venenosa el heno?... Pero eso lo conocen
en seguida los caballos, y no la hubiera comido al
olerla.
Volvió otra vez a acariciar las patas y la grupa
del animal, cubierto de sudor y agitado por raras
convulsiones.
—¿ Qué te duele, valiente Golondrina?... ¡Anda!...
marcha un poquito, ánimo: ya estamos cerca del
campamento, y allí descansarás.
A un lado del camino distinguió Robur las
luces del campamento.
La noche se venía encima rápidamente.
Llegaron.
Juan Beauvais, el escudero de Vaudrey, cogió
el caballo para prestarle los cuidados necesarios.
Al acercarse a su tienda advirtió Vaudrey una
sombra que se dirigía hacia él.
—¡Ah! ¡es Mérovic!—murmuró.
Un «buenas noches» estruendoso confirmó
pensamiento.
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