Full text: Los amores de Francisco I.° y de la Gioconda

-—Será sin duda algo de fatiga, —pensó Robur, 
Cogió un puñado de hierbas del borde del 
camino, y estregó con él a «Golondrina». 
—¡Eh!l le aumenta el temblor... Se le doblan las 
patas... ¿Qué hacer? ¡Y el campamento tan lejos 
todavía!... 
Se lió las riendas al brazo y decidió continuar 
el camino a pie. 
—|Vamos! ¡Golondrina!... ¡chiquital—le decía 
para animarla, pues sabía que en los animales, como 
entre los hombres, lo moral hace reaccionar a lo 
físico. 
La yegua comprendía que su amo la acariciaba 
con sus palabras tanto como con las manos; ende- 
rezaba las orejas de un modo particular, proseguía 
temblando y no cesaba en sus relinchos, débiles y 
dolorosos, como quejidos humanos... 
Vaudrey se hacía mil conjeturas. 
—¿Le habrán mezclado alguna droga en la 
avena?... ¿Pero quién?... ¿Tendría quizá alguna 
hierba venenosa el heno?... Pero eso lo conocen 
en seguida los caballos, y no la hubiera comido al 
olerla. 
Volvió otra vez a acariciar las patas y la grupa 
del animal, cubierto de sudor y agitado por raras 
convulsiones. 
—¿ Qué te duele, valiente Golondrina?... ¡Anda!... 
marcha un poquito, ánimo: ya estamos cerca del 
campamento, y allí descansarás. 
A un lado del camino distinguió Robur las 
luces del campamento. 
La noche se venía encima rápidamente. 
Llegaron. 
Juan Beauvais, el escudero de Vaudrey, cogió 
el caballo para prestarle los cuidados necesarios. 
Al acercarse a su tienda advirtió Vaudrey una 
sombra que se dirigía hacia él. 
—¡Ah! ¡es Mérovic!—murmuró. 
Un «buenas noches» estruendoso confirmó 
pensamiento. 
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