—Fuí criado algún tiempo en casa de un canó
nigo de Córcega, que es mi país... Vengo a veros
a propósito de una venganza, señor...
—|Si es de mí de quien vas a vengarte, ya
encontrarás quien te ajuste las'cuentas!—gruñó el
vizconde.
-¡Oh! no; no hay nada de eso, ¡a fe de
Cleofontel que es mi nombre.
-—¡Pronto, te digo!... ¿De dónde vienes y qué
deseas ?
Vengo de la Torre de los aparecidos.
¿La Torre de los aparecidos ?
-Es el nombre que le dan al castillo de Em-
balire.
—¡Ah, síl de lejos he visto su lúgubre silueta,
y hace muy poco tiempo he comido con el mismo
conde de Embalire.
Cleofonte sonrió silenciosamente.
El conde de Embalire no existe,—dijo.
Pues él comía como un hombre, y no como
un fantasma...
-El que ha tomado ese nombre es un español,
Ramón Villarreal.
-|Pero es el propietario del castillo de Emba-
lirel. Ahora están con él el almirante Bonnivet
y el barón de la Garde de Jarzac, amigos míos.
—Sí, ya conozco sus nombres, pues los he oído
nombrar en la Torre de los aparecidos... Pues
bien... ¡Están en buenas manos! ¡Felizmente aquí
estoy yo para prevenir a vuestras señorías!
—Explícate,—dijo con tono imperativo Robur,
a quien estos extraños preliminares comenzaban
a inquictar.
—Bastará una palabra. Ese Villarreal, el pre:
tendido conde de Embalire, es el secretario y el
alma maldita del duque Medina de “Tormes.
—¡ Medina de Tormes!—exclamaron al mismo
tiempo Mérovic y el vizconde.
—¡Ah, ah! ¡parece que os produce efecto ese
nombre, señores! Sí, Tormes es el verdadero pro-
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